Las personas que se aventuren a visitar el Parque Nacional Natural El Cocuy tendrán el privilegio de contemplar la Laguna Grande de la Sierra. El sendero que conduce a ella está considerado uno de los más diversos ecológicamente. Los llevará a través de distintos paisajes que permiten contemplar relictos en buen estado de conservación de bosque altoandino y el Valle de los Frailejones, así como ecosistemas de páramo, superpáramo y glaciar. Además, podrán acompañar y conocer de primera mano la cotidianidad de los guardaparques, quienes conservan estos majestuosos ecosistemas.
Daniela Hernández, profesional de Turismo en el Parque Nacional Natural El Cocuy.

Desde que iniciamos este viaje hacia el Parque Nacional Natural El Cocuy junto a Danilo Arenas, Simón Rodríguez, la jefe del área protegida Veronica María Velasco y el equipo de guardaparques, ha sido una experiencia enriquecedora y llena de aprendizajes en la cual, supimos que nos esperaba mucho más que una travesía por las montañas. Así, en el primer día, con la intención de aclimatarnos a las condiciones altitudinales del lugar, previo al ascenso al borde del glaciar en los tres senderos ecoturísticos, caminamos hacia el sector de El Chorrerón, en el predio Corralitos, municipio de Güicán de la Sierra. Allí se realizaba la siembra de 800 especies nativas propias de ecosistemas de alta montaña, entre ellas Polylepis quadrijuga, conocido como “colorado”, y el emblemático frailejón Espeletia lopezii.
Esta jornada de siembra no fue una tarea aislada de nuestra travesía, sino un ejercicio colectivo que reunió a la Alcaldía Municipal de Güicán de la Sierra, estudiantes de la Normal Superior Nuestra Señora del Rosario del municipio y el personal del área protegida vinculado a la estrategia de restauración ecológica. Más allá del gesto de sembrar un árbol, comprendimos la importancia de estas acciones en el largo plazo, el proceso lento de crecimiento y adaptación de las plantas, así como el mensaje claro de esperanza para las futuras generaciones y de respeto por la vida que habita en estos ecosistemas de alta montaña.


El entorno era sencillamente sobrecogedor. Las cascadas cercanas bajaban con fuerza, nutriendo con su cauce las laderas y raíces, y nos recordaban la importancia vital del agua. En ese momento, entendimos que conservar estos territorios es conservar la vida misma. De ahí que, con el corazón palpitante de emoción por el gran reto que trae consigo contemplar por primera vez la mesa glaciar más grande del país, iniciamos la caminata en el sendero Lagunillas-Púlpito del Diablo, hacia las 7:00 a. m.
El ascenso, con la compañía de los guardaparques Alejandro Buitrago y Alberto Bohada, que inició en los 4.000 metros sobre el nivel del mar (msnm) y se extendió hasta los 4.800, nos enfrentó a la incomparable fuerza de la naturaleza, y nos dejó ver que el clima hace parte no solo de la experiencia, sino del paisaje incomparable de la alta montaña. La dificultad del terreno, el frío persistente y la llovizna constante, nos obligaron a mantener el cuerpo activo y la mente enfocada. Cada paso requería esfuerzo, pero también se convertía en la excepcional oportunidad de contemplar la grandeza de la naturaleza.

Durante el recorrido, se realizó la toma fotográfica del río Lagunillas. La montaña nos recibió con su clima cambiante, pero el premio al final del trayecto lo valía todo. Allí, imponente, se alzaba la roca del Púlpito del Diablo junto a la cumbre nevada del Pan de Azúcar. Contemplar ambas formaciones fue un acto de reverencia ante la majestuosidad natural. No obstante, no pudimos ignorar una realidad alarmante: los efectos del cambio climático aceleran el proceso de desglaciación a pasos agigantados. Aun así, estar allí, para algunos por primera vez, fue un privilegio inigualable.

Con el cuerpo ya sintiendo el desgaste físico, en el tercer día nos dirigimos al vivero Centro Experimental Piloto para la Alta Montaña Ecuatorial (CEPAME), localizado en el portón de Lagunillas, en zona limítrofe de las municipalidades de El Cocuy y Güicán de la Sierra, donde se lleva a cabo una labor hace más de tres décadas: la propagación de especies nativas para la restauración ecológica del ecosistema de alta montaña. En este contexto, escuchamos con atención la explicación de los guardaparques Pastor Correa, Jhon Ibañez, Andres Sandoval y de la jefe del área, sobre el proceso de crecimiento de las especies que allí se propagan como la chilca, colorado, chocho arbustivo, cucharo de páramo, los frailejones E. lopezii y E. cleefi, y otras especies de flora como mortiño, romero blanco y romero castilla.
Detrás del crecimiento vegetativo de cada planta, hay un trabajo minucioso, lleno de paciencia y conocimiento técnico, que nos hizo valorar aún más la complejidad de mantener viva la biodiversidad de este entorno único.
En el tercer día, emprendimos uno de los ascensos más exigentes del recorrido: el sendero que conduce al Ritacuba Blanco, el segundo pico más alto de Colombia y el más alto de la cordillera Oriental. El objetivo era alcanzar el borde glaciar, a 4.980 m s. n. m., el punto más elevado del recorrido. Esta vez, el sol se asomó como un aliado inesperado. El cielo estaba despejado y nos permitió disfrutar de una vista panorámica extraordinaria.


Las cámaras capturaron el momento, pero fue la experiencia compartida lo que verdaderamente dejó huella. Caminamos junto a los guardaparques Marcos Correa, Luis Hernando Carreño y Humberto Estepa, quienes han entregado su vida a la conservación del territorio. Escuchar sus historias, anécdotas y reflexiones mientras compartimos alimentos al pie del glaciar, fue uno de los momentos más significativos del viaje. Aprendimos de ellos que la montaña no solo es fuente de vida y sabiduría, sino también de unión. Que el turismo, si se practica de manera responsable, puede ser una fuente de sustento para muchas familias sin poner en riesgo el equilibrio natural. Y que la resiliencia de la naturaleza sigue siendo un ejemplo poderoso.
Finalmente, con los cuerpos fatigados pero la voluntad intacta, emprendimos la caminata hacia la Laguna Grande de la Sierra, en compañía de los guardaparques Flor Angela Muñoz y Hector Bravo. El sendero, considerado uno de los más diversos ecológicamente, nos llevó a través de distintos paisajes: desde relictos en buen estado de conservación de bosque altoandino hasta el Valle de los Frailejones, pasando por ecosistemas de páramo, superpáramo y glaciar.
Fue como caminar por un mosaico vivo de colores, texturas y aromas que nos hablaban de la riqueza única de estos territorios. Los frailejones, altivos y silenciosos, parecían custodiar la ruta, recordándonos que son fuente de agua y de vida. Al llegar a la laguna, nos encontramos con un espejo natural que reflejaba los picos de la Sierra Nevada de Güicán, Cocuy y Chita: los dos picos el Cóncavo y el Pan de Azúcar. Allí comprendimos que proteger este lugar no es una opción; es una urgencia.


Regresamos a casa con el cuerpo agotado, pero con el alma llena. Cada paso, cada mirada, cada historia vivida en la montaña reafirmó una certeza: la naturaleza sigue hablándonos, y nosotros, por fin, estamos aprendiendo a escucharla.